domingo, 29 de diciembre de 2013
Los libros.
Cuando llego a mi casa nunca me encuentro solo, al abrir la puerta me reúno con miles de amigos que me esperan ansiosos de poder dialogar sobre diferentes temas.
Algunos son amigos nuevos, recientes, otros me acompañan desde hace muchísimos años, algunos tienen una tendencia a la frivolidad, otros son serios y sesudos y se interesan por razonamientos trascendentales, los hay muy parlanchines, a los que les gusta contar historias, y muchos me hablan de la vida cotidiana, de lo que hago o dejo de hacer, de lo que debería hacer.
Todos ellos se pasan el días silenciosos, apretujados en su pequeño cubículo, a la espera de que decida recorrer sus páginas, adentrarme en las profundidades de su conocimiento y poder pensar sobre los muchos problemas que la vida le plantea a los seres humanos.
Un libro cerrado es un amigo que espera dice un conocido poema, pero también es un manantial de sabiduría encerrado entre las portadas que como un volcán activo espera el momento de brotar con sus lenguas de fuego para acompañarnos en la aventura del conocimiento.
Con los libros puedo vencer el tiempo y el espacio. Algunos días, de esos en que me pica la comezón por pensar sobre cuestiones filosóficas, voy a visitar al viejo Platón, que desde el extremo de la biblioteca en el que se hallan los clásicos, me convoca a discutir sobre el mundo de lo sensible y el de lo real, a su lado Aristóteles discute fuertemente con su maestro respecto a que las ideas constituyen la realidad auténtica y le dice que la misma no está separada entre el mundo de lo sensible y el de las ideas sino que existe solo un mundo en el que se encuentran en relación las nociones con el mundo sensible.
Dejo a estos dos gigantes del pensamiento clásico debatiendo acaloramente y continúo visitando ese maravilloso mundo que constituye mi biblioteca.
Distraídamente recorro los diferentes anaqueles y observo que los he ordenado por lo que yo considero un orden temático, en el centro de la biblioteca se encuentran aquellos libros que más me acompañan, por lo menos los que contienen el saber sobre nuestro expertis, sobre aquello que decimos conocer y practicamos en los períodos de clases, son los que llamamos libros técnicos, esos que nos interpelan respecto a lo que constituye nuestro área de conocimientos.
Entre ellos uno me llama poderosamente la atención, no solo por los recuerdos que convoca, porque siempre la relectura de libros convoca a las experiencias pasadas estableciendo un fuerte nexo con lo que fuimos y que hizo posible que seamos lo que somos; el volumen en cuestión tiene un padre francés, François Petit, y es una compendio de Psicosociología de las Organizaciones como indica su portada.
Su importancia no reside tanto en el saber técnico que se halla encerrado en sus más de 300 páginas, sino en que ese libro me recuerda a quien lo trajo cuando gané el concurso de Social III en la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Rosario, el entrañable amigo y siempre presente Guillermo Ryan.
Durante años él fue una especie de faro que nos permitió reflexionar sobre las cuestiones más técnicas de la intervención organizacional, y atravesamos los primeros programas de la asignatura tanto como atravesábamos sus páginas, sedientos de saber para poder transmitir a nuestros alumnos.
Pasaron más de 25 años, mi gran colega y amigo ya no está con nosotros, un día nos abandonó y dejamos de sentir sus ocurrencias o sus comentarios de la lectura del “Libro del desasosiego” del autor portugués Fernando Pessoa, ya no llega cada día a la facultad con un comentario nuevo sobre las divagaciones que Pessoa hace en el texto, pero lo interesante que así como Ryan se enamoró de Pessoa, mucho pudimos conocerlo y leerlo.
El Petit, como le llaman al libro, ya no tiene el peso de aquellos años, hoy se lo ve más como un pequeño manual (valga la significancia del nombre del autor), otros autores han recalado en el programa y se han hecho un lugar en el proceso de conocimiento, nuevos amigos que nos vincularon a cuestiones más técnicas y actualizadas.
Como decía al comienzo algunos amigos son muy nuevos, se han instalado cómodamente en la biblioteca, o esperan pacientemente que surja una plaza en la misma, otros me acompañan desde hace muchos años, todavía conservo aquellos primeros libros que adquirí en mis inicios de la carrera de Psicología, las obras completas de Sigmund Freud de la Editorial Biblioteca Nueva que para validar una traducción de López Ballesteros incorpora una supuesta carta de Freud en la que afirma que siendo joven y pretendiendo leer el Quijote en su lengua materna aprendió castellano y por ello puede dar fe que esa traducción de López Ballesteros es fiel a su pensamiento, y el Manual de Psiquiatría de Henry Ey que tantas noches me recitó las grandes taxonomías psiquiátricas cuando me esmeraba por rendir Psiquiatría.
Pero de los viejos compañeros de ruta, tal vez los que más valoro son los que yo llamo los textos políticos, los libros que en época de militancia revolucionaria fui comprando con esfuerzo para acceder al pensamiento de lo que llamábamos “los clásicos” Marx, Engels, Lenin, Trotsky, Gramcsi.
Todos ellos están presentes en mi vida, con ellos comparto no solo ideas, sino también experiencias en las que sus ideas, mal o bien eran aplicadas. Estos textos me remiten a los años de plomo, años en los que la palabra democracia estaba interdicta, y en los cuales los militares se consideraban un actor diferente del cuerpo social con derecho a decirnos que es lo que teníamos que hacer y que estaba prohibido, cuando debíamos vivir y cuando era tiempo de morir.
Los jóvenes de los sesenta y setenta no concebíamos que pudiera existir un muro imaginario o real, ideológico o material que se interpusiera en el destino socialista de nuestro país.
Tampoco teníamos dudas, “los clásicos” despejaban todos los interrogantes, no era necesario pensar, ellos ya habían pensado por nosotros y nos indicaban el camino más corto hacia el triunfo de la revolución.
En realidad no debatíamos con los grandes autores socialistas, solo acatábamos lo que ellos indicaban, pero la trampa residía en que la verdad revelada no era la palabra directa de los padres teóricos de la revolución, sino que estaba mediada por la interpretación de los zumos sacerdotes de las organizaciones políticas.
Y nosotros, humildes diáconos, predicábamos un evangelio apócrifo, que muchas veces venía tergiversado desde el propio texto, como las traducciones de Cartago o Editorial Claridad donde con los años nos vinimos a enterar que las traducciones no solo modificaban el texto original sino que muchas veces en las ediciones se amputaban párrafos y hojas del original.
Pobre Marx, pobre Engels, pobre Lenin, pobre Trotsky, y pobres los autores que se revolvían en sus tumbas con las adulteraciones que realizaban los “revolucionarios” con el solo fin de justificar sus traiciones y construcciones fantasiosas sobre la política de izquierda.
Los libros son además, de grandes amigos y compañeros que mitigan nuestra soledad y llenan nuestro espíritu de aventuras, ideas, conocimientos, nuestra memoria ampliada, en ellos está todo aquello que físicamente no podemos guardar en nuestra memoria biológica, allí encontramos todo lo que la humanidad ha pensado y producido, pero también en ellos encerramos nuestras propias experiencias, muchas de las cuales con el tiempo caen en el olvido para renacer mágicamente cuando releemos algo que hemos escrito hace ya mucho tiempo.
Los libros se enfrentan a un enemigo silencioso que amenaza con transformarlos en polvo del olvido, el tiempo, que tan inexorablemente como acaba con nuestras vidas, también sostiene una espada de Damocles sobre las tiernas almas de los escritos.
Pero en la era tecnológica, los libros tienen un nuevo enemigo, el bit, esa unidad electrónica que tiende a reemplazar tanto a los libros de papel como a las bibliotecas de madera.
Un libro de papel tiene una fragancia muy particular, me embriaga ese delicado perfume a papel y goma, que por cierto atrae a mucho otros depredadores de libros, aroma que hace que la lectura sea mucho más que un simple recorrido de lo escrito con la vista, convirtiéndose en una experiencia única en la que el lector disfruta de olores y sabores mientras intercambia ideas y conocimientos con antepasados y contemporáneos.
Por ello me cuesta la lectura en la computadora, el texto de la máquina se vuelve mecánico y despojado de vida y la lectura adolece de la falta de lo que podríamos denominar el “afectus societatis”, el amor por dar vuelta la página, escribir con una pluma en el margen, doblar la punta de la página para indicar hasta donde llegamos o simplemente acariciar el lomo del libro mientras nos decidimos a seleccionar nuestra próxima lectura.
Por ello amo a los libros, y he poblado de ellos mi casa. Cada mudanza es un interrogante respecto a adónde voy a situar las bibliotecas, como voy a reordenar los libros. En cada mudanza me reencuentro con un viejo amigo que ya no recordaba que estaba allí, envejecido pero con toda la vitalidad, esperando volver a ser útil.
Amo los libros y solo espero que mis hijos hereden ese amor por ellos, para que los grandes compañeros de mi vida nunca dejen de tener un hogar desde el cual aguarden que nuevas manos concurran a buscarlos para brindarle todo lo que son, todo lo que saben.
Hasta la próxima.
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