Desde su lejana ciudad en Siria, SAfita,llegaron a la Argentina Elisa Hadad que junto a su compañero Miguel Diab tuvieron una ilusión, recrear un espacio que les permitiera el anclaje a la nueva sociedad sin olvidar los lejanos terruños originarios.
Porque escribo sobre Safyta, porque en Rosario existen muchos lugares en los que yo mismo siento que están anclados mis recuerdos, son lugares de residencia temporaria, en las que un café caliente y alguna exquisitez convoca a pensar en algún artículo o a compartir una charla amena con Adriana, que lleva el mismo nombre que la ciudad italiana bañada por el mismo mar cercano a Safyta, solo que por razones extrañas cambia su nombre por el de Mar Tirreno.
Desde hace algunos años, Safyta fue el sitio indicado para compartir con Adriana, la que viene del mar, la que baña con sabiduría mis costas sedientas de conocimientos.
De a poco, sin pretenderlo, Safyta, y sus maravillosos integrantes, nos adoptaron, y fuimos como una parte más de ese mobiliario que invita al afecto, y motiva el pensamiento.
Safyta era para nosotros como un todo terreno ubicado en la intersección de dos calles importantes de Rosario, un punto cercano donde podíamos estar sin sentirnos extraños, sintiendo que éramos algo más que clientes.
Safyta era el desayuno matinal, acompañado de deliciosas medialunas o de unas tostadas gigantescas de pan de campo junto a generosas porciones de dulce y manteca, durante el cual gozaba de la compañía dulce de Adriana.
Pero también Safyta era parte de esos almuerzos frugales que solíamos degustar, Adriana, pidiendo sus torrejas de perejil, yo engullendo un tarator de pollo acompañado de un inigualable pan árabe caliente.
Safyta era también la amena plática con sus coquetas camareras siempre dispuestas a contarnos algo de su vida o a aconsejarnos algo de su menú.
Safyta eran largas horas con la computadora, donde desde el teclado, con la mirada ausente puesta en la distancia sideral, surgían mis ideas para un nuevo blog, mientras el cajero miraba a ese plomo profe, como me llamaba, que solía quedarse hasta la hora de cerrar.
Safyta era la paciencia condescendiente de sus miembros con aquellos que intentábamos reconstruir en el espacio público una porción de nuestros propios espacios.
Safyta eran las largas miradas a la vitrina que le brindaba a Adriana una pista para engalanar su mesa con esos dulces atractivos, con sus empanadas de tamarindo, o con su pan negro y que tenían que resignarse a ser silenciosos ocupantes de la bolsita a la que se las destinaba antes de ser llevadas a la mesa familiar de la calle Catamarca.
Safyta fue también lugar de encuentro con inesperados amigos que nos decíamos: “y vos que haces acá” antes de enfrascarnos en una retahíla de recuerdos que rememoraban experiencias vividas.
Safyta era la atención pequeña pero inestimable de quien te ofrece que pruebes el fruto de su trabajo para que sepas por tu propia experiencia que es rico, no solo por la palabra del comerciante, sino por el desgranamiento de sensaciones etéreas en tu boca.
Safyta es uno de esos tantos lugares enclavados en la geografía ciudadana en los que se encuentran tradiciones y sueños disímiles de inmigrantes que llegaron a estas costas para forjarse un mundo mejor, es un espacio que representaba lo que el país es, un crisol de razas que amablemente comparten espacios comunes con recuerdos ancestrales.
Por eso Adriana y yo amábamos a Safyta, porque en ese espacio podíamos sintetizar el calor de nuestros encuentros con la tibieza del lugar producida por un combustible necesario para nuestra convivencia, el cariño de quienes hacen las cosas con amor, permitiendo que el amor se expanda al infinito porque se siente con placer.
Safyta era un espacio en el que con Adriana tejíamos nuevas redes para sentirnos más apretados, más juntos cada día.
En Safyta pasamos fríos inviernos y calurosos veranos, cobijándonos de las inclemencias del tiempo mientras sentíamos mil olores y mil sabores, que como en las mil y una noches, desgranábamos cada día esperando el siguiente relato con ansiedad.
Sin quererlo Safyta aparecía en nuestros paseos con Adriana y nos desilusionaba cuando estaba cerrado, porque ese día no viviríamos la intensa experiencia de estar en un pedacito del medio oriente en Rosario, con la extraña sensación de estar sintiendo los bailes ancestrales, los monumentos históricos de una Siria tan lejana y tan cercana.
Hoy cuando concurrí a Safyta interrogué a la empleada sobre el porque nos habían arrebatado el sano placer del desayuno dominical y me contestó que se debía a que una de las odaliscas que nos traían el desayuno se había ido y que como no sabían si estarían después de octubre porque dudaban de renegociar el contrato, no tomaban nuevas dependientes, ya no estarían en Salta y Alvear, tal vez en otro lugar, no en esa esquina.
Sentí que estaba mirando una cruel postal de la crisis que nos arrebata a Adriana y a mi otro espacio mágico en el que ya nos sentíamos como en un Ágora suave que cobijaba nuestros arrumacos, el sueño de Elisa y Miguel parecía cambiar de derrotero, se sostenía en su contenido, pero en otro lugar.
A veces no nos damos cuenta como las vicisitudes de la economía (Adriana además de dulce es economista) nos arrebatan espacios que creíamos que eran para siempre, que eran nuestros, que representaban una parte de nuestra experiencia de pareja, y sin embargo es así, ya no podremos estar en nuestro mundo mágico de las mil y una noches enclavado en el corazón de Rosario, no podremos ver a esos jóvenes árabes y las odaliscas migrarán en su labor cotidiana, migrarán con sus inmaculados atuendos blancos a otras latitudes, ni tan lejanas, ni tan cercanas, distintas.
Podremos tal vez sentir el calor humano de los que construyeron y sostuvieron Safyta de Salta y Alvear, pero no será lo mismo, dentro del alma de Adriana y de la mía durante algún tiempo persistirá el desasosiego de la pérdida de un espacio tan nuestro, tan cercano, tan social.
Solo queda poco tiempo para encerrar en nuestros recuerdos, bajo la llave inviolable de la memoria, a ese pedacito de Siria en Rosario, para recordar que dos mujeres que vivieron en tiempos y espacios diferentes, en ciudades distintas pero bañadas por las mismas aguas, de distintas tradiciones y culturas, un día, imaginariamente, se encontraron en Rosario para entablar un ameno diálogo sobre los orígenes, mediado por mil sabores que recordaban a las mil y una noches como si cada tarator o cada torrejita de perejil fuera un relato inconcluso con los que la princesa deleitaba a su impío rey.
Hasta la próxima
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