martes, 6 de octubre de 2015

Cenizas del tiempo.


Cuando era pequeño me asombraba la costumbre de los ancianos de mirar hacia atrás, y sobre todo esa costumbre de pensar que todo tiempo pasado fue mejor, hoy siento que comprendo más a aquellos viejos que se trepaban al borde del acantilado para mirar hacia el horizonte invertido. Esta afirmación la hago porque hay momentos en que las noticias cotidianas afectan que otros a nuestra subjetividad. En la medida en que avanzamos en el tiempo, crece la sensación de estar caminando sobre cenizas, y con esta sensación nuestra psiquis se vuelve cada vez más sensible. Construimos nuestro mundo desde las seguridades, cuando somos pequeños pensamos que nada va a cambiar, que la vida solo es un curso de un río congelado, siempre tendremos nuestros padres, hermanos amigos, nuestros objetos preciados, las mimas calles. Pero como decía Heráclito, la vida es un río que fluye, nunca nos bañamos dos veces en el mismo río, y todas esas imágenes estáticas que poblaron nuestros primeros años de existencia, van siendo avasalladas por nuevas imágenes, mucho más fluyentes, que nos indican que todo cambia como dice la canción. A medida que pasan los años nuevos personajes entran en la escena de nuestra tragedia y desplazan a otros que se habían ganado honradamente sus papeles estelares. Nuevos amigos, nuevos compañeros de trabajo, nuevos jefes, en definitiva……………nuevos amores. Un amigo muy querido decía, a los quince nos encontramos en los asaltos ¡que antigüedad!, a los veinte en los casamientos, a los veinticinco en los bautismos, y después de los cuarenta en los velorios. Digo esto porque cualquiera que lea estas líneas ha tenido pérdidas más o menos significativas, yo he perdido queridos amigos, amores, familiares y se lo que cuesta acostumbrarse a que ya no estén, porque con ellos se va un jirón de nuestras vidas, algunos se llevan una parte importante, otros no tanto, pero siempre que perdemos alguien sentimos esa sensación de desasosiego que nos invade y hace que nuestras estructuras psíquicas trastabillen, nuestras seguridades tiemblen y todo nuestro mundo se altere. Pero no siempre la pérdida que nos afecta es la de alguien cercano, a veces sentimos un profundo dolor por la muerte de un líder (por ejemplo, cuando murió Perón, Alfonsín o Kirchner las masas de ciudadanos se volcaron a las calles para expresar su dolor), o de un personaje que de alguna u otra manera marcó nuestras vidas. Hoy, cinco de octubre de dos mil quince, el diario “La Capital” anunciaba la muerte del Tato Pavlovsky. Eduardo Pavlovsky nació el diez de diciembre de mil novecientos treinta y tres, tenía 81 años llenos de vida y de aportes a esferas muy distantes y tan próximas de nuestra vida. Su biografía nos dice que fue médico, actor, dramaturgo y director orientado al psicodrama argentino, pero por sobre todas las cosas un militante de la vida. No lo conocí en profundidad, solo estuve en representaciones que realizó. Sé que era un escritor prolífico, porque tuve oportunidad de gozar de sus obras más conocidas como Telarañas, El señor Laforgue, El señor Galíndez, Rojos globos rojos, Potestad. De esta última guardo un recuerdo entrañable que lo definía como persona y el respeto que inspiraba, sobre todo en los círculos de izquierda. Estando en el “Tercer encuentro latinoamericano de alternativas a la Psiquiatría” que se realizó en 1986 en hospitales neuropsiquíatricos como el Borda y en el Centro Cultural San Martín, el Tato realizó na representación de su conocida obra Potestad. Cuando realizaba su unipersonal, un miembro de un grupo de teatro de “avanzada” llamado los Cucaño comenzó a realizar una de sus estúpidas intervenciones molestando al actor. Este grupo realizaba algo que se parecería a lo que más tarde se llamó “instalaciones” y que eran representaciones provocativas de los usos y costumbre generales. Por ejemplo, entrar en un bar frecuentado por gente de izquierda y un actor con uniforme nazi “golpear” a otro actor, nunca supe para que servía, pero lo hacían despertando el desconcierto de la obligada y eventual audiencia. Mientras Tato desarrollaba su obra intentaron hacer algo parecido, inmediatamente el actor interrumpió la representación y les dijo que si no les gustaba la obra que se fueran. Los “Cucaños” se mantuvieron inmóviles y silenciosos a lo largo de toda la representación. Esta anécdota me dio una idea de ese gigante intelectual, revolucionario en sus ideas, pero muy responsable en su trabajo y muy cuidadoso del respeto que nos merecemos cada uno de nosotros en nuestras ocupaciones. Si el teatro era una de sus grandes pasiones, creo que no lo fue menos su trabajo en salud mental. Era uno de los miembros del grupo “Cuestionamos” que editó dos obras fundamentales de crítica a las estructuras anquilosadas de la psiquiatría, la psicología y el psicoanálisis. Participó de una colección fundamental en la producción de ideas sobre los fenómenos grupales, las terapias grupales, el psicodrama como lo fue “Lo grupal” colección que hasta donde yo sé llego a tener diez números de exquisita reflexión innovadora tanto en el campo de la psicoterapia como en el de la sociedad. Nunca rehuyó al compromiso político y siempre estuvo del lado de los trabajadores, y por ello sufrió persecuciones y amenazas. Pavlovsky era parte de una generación que desafió al poder en todos los terrenos, fue parte de ese gran movimiento político con que los jóvenes pretendimos cambiar a la Argentina en las décadas del sesenta y del setenta. No pretendo hacer un homenaje a un grande, otros se han encargado de ello con más autoridad que yo, solo es un recurso para poder reflexionar sobre esos años en los que la apuesta revolucionaria era “a todo o nada”. Los años en que las diferencias entre izquierda y derecha eran nítidas, épocas donde niñatos de cuna de oro como Macri no podrían haber existido en el mundo de la política, porque nadie se hubiera detenido siquiera a pensar que existían. Eran años de pensamiento fuerte, años en que la palabra socialismo estaba connotada con el cambio de sociedad, y en los que la derecha tenía terror a esa palabra “cambio”, y el terror lo manifestaba con tremendo sadismo en persecuciones, muertes, intolerancia, etc. Alguien los llamó los años de plomo por el desarrollo de organizaciones armadas que desarrollaron un enfrentamiento épico y desesperado contra el ejército de ocupación, cuya función ya no era proteger las fronteras, sino los intereses de las minorías privilegiadas. Las masas se movilizaron al son de la bronca por las condiciones de explotación, por el ultraje a las libertades civiles, porque no soportaban vivir como vivían y porque por sobre todas las cosas, la clase obrera buscaba alcanzar su propia dignidad de clase revolucionaria. Vivimos el Cordobazo, el rosariazo, la voz del descontento se extendió a las más lejanas latitudes y las experiencias democráticas de avanzada surgieron por doquier. En los setenta, la vida valía muy poco y la burguesía más reaccionaria y concentrada aterrada por el descontento popular creciente recurrió a sus mejores asesinos, los militares. Aunque hoy no se pueda creer, podían matarte o torturarte por tener un libro de Marx, Lenin o Trotsky, eras sospechoso de indeseable por cuestionar la explotación a la que eran y son sometidos los trabajadores, eran años en los que la represión iba más allá de lo político y se castigaba el pelo largo, el amor libre, o cualquier diferencia de género o sexualidad. Solo es posible entender la profunda rebeldía juvenil, que se expresaba de muchas maneras (con la música, en la literatura, con las armas, con las movilizaciones, etc.) si se comprende el carácter cerrado de la sociedad en la que vivíamos. Frases como “la violencia es la partera de la historia” calaban muy hondo en la conciencia juvenil, existía un reclamo generalizado de libertad del pensamiento, y ante la represión salvaje como la noche de los bastones largos, los jóvenes tomaban el atajo de la violencia revolucionaria. En los sesenta y los setenta el cuestionamiento al orden burgués se había extendido a todo el mundo, entre 1967 y 1968 la juventud mundial se movilizó en las calles en reclamo de todo con consignas tales como “la imaginación al poder”, “prohibido prohibir, la libertad empieza con una prohibición”, “seamos realistas pidamos lo imposible” y con congregaciones geniales como Woodstock, en EE.UU. donde el rock se reveló como un arma genial de cuestionamiento y que en nuestro medio daría lugar a canciones olvidadas pero fundamentales como la “Marcha de la bronca” de Pedro y Pablo. En América Latina, las burguesías locales, asustadas por el triunfo de la revolución cubana, apoyadas por el capitalismo salvaje americano instalaron un reinado de terror para terminar con “ese fantasma que recorría América Latina, el fantasma del comunismo” Para tener una idea de la radicalización juvenil, sobre todo de los estudiantes, debemos pensar que por los años setenta el Partido Comunista y el Partido Socialista Popular constituían la derecha pacifista del movimiento estudiantil. No podría afirmar que el Estado Terrorista Autoritario instalado a mediados de la década en Argentina fue la causa del desvanecimiento del ímpetu revolucionario que permeaba a la sociedad en todos sus estamentos, pero sí que aportó y mucho con el salvaje genocidio que destruyó una parte importante de la conciencia pensante que caía en sus manos. Miles de estudiantes, trabajadores, intelectuales fueron presa de las cámaras de tortura de la dictadura, con la complicidad de jueces y fiscales (esos que marcharon reclamando justicia por el corrupto de Nisman) que hoy hipócritamente hablan de independencia de la justicia pero que en esos años se sometían al sargento que les ordenaba rechazar un habeas corpus. Con los años, la represión salvaje se fue desvaneciendo y una suave brisa democrática dispersó las cenizas de un tiempo épico de lucha y reflexión. Muchos que habían logrado escapar de la maquinaria asesina retornaron con la nueva brisa democrática y volvieron a retomar su vida donde la habían dejado, solo que esa vida era distinta porque la sociedad había mutado sustancialmente. Fue, por así decirlo, como el Fray Ponce de León, que abriendo el libro en la página en que lo había dejado cuando el oscurantismo lo condenó a las mazmorras por cinco largos años, dijo “decíamos ayer”, Hoy tal vez deberíamos recuperar nuestro pasado, reivindicar críticamente al movimiento insurgente de los sesenta y los setenta y decir “Hacíamos ayer”, único camino para deconstruir el autoritarismo y el reaccionarismo que se oculta tras la teoría de los dos demonios que pretende igualar a los patriotas guerrilleros con los genocidas del proceso, y para que los jóvenes de hoy, no vean en nosotros los setentistas, vejestorios nostálgicos de un tiempo que pasó. Hasta la próxima

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