El bondi se desplazaba con lentitud en la tibia mañana de primavera, le resultó extraño que se detuviera tan cerca del cordón, distraídamente miró hacia la puerta y vió a dos ancianos trepando trabajosamente por la escalera delantera. Sin saber por qué, o tal vez sí, dos palabras tomaron por asalto su mente: Don Agilio.
El nombre había sido el producto de un apresuramiento del empleado del registro civil que no entendió al nono cuando fue a anotarlo como Egideo, pero él exhibía con orgullo aquel nombre que casi no existía en el país.
Fue un hombre épico, pero su existencia no fue narrada en texto alguno; tampoco se ocuparon de él la televisión, los diarios o la radio.
No conquistó regiones, no construyó imperios, no liberó países.
Si bien no fue actor, ni político, y por ello no formó parte de la farándula, hizo mucho más de lo que se le podía pedir a un ser humano: dio su vida por lo que quería.
La entregó a jirones en sus interminables viajes por ignotos pueblos, a los que llegaba con su carga de alegría y optimismo, en bicicleta, moto, jeep o en el renolcito rojo.
Recorrió casi todo el país y derramó en cada rincón su jovialidad y vitalidad.
También bailó sobre las mesas en noches de milonga y vino.
Cosechó muchos amigos, no se le conoció un solo enemigo, plantó muchos árboles, aunque no llegó a escribir un libro, sean por ello estas líneas un tributo que pretende completar esta carencia y por sobre todo perpetuar su memoria.
Los mass media nunca se ocuparon de él, tal vez porque como los millones que día a día, con su esfuerzo sostienen la realidad, no fue noticia.
No ganó la lotería, aunque por años, cada semana, compraba el 24613, con esa esperanza que oprimía nuestros corazones y los desgarraba cada sábado cuando retornaba del centro silenciosamente porque el maldito número no había salido.
No quiso ser político, nunca le interesó; por sobre todas las cosas era un hombre honesto, decente y trabajador, cualidades que generalmente no se encuentran entre los políticos.
Nunca tuvo a su lado vedettes o arribistas, pero sí una mujer que lo amó y cuatro hijos que lo adoraron, a los que cuando partió les dejó tan sólo su idea de la decencia y su querido recuerdo, lo cual no fue poco.
Nació con la radio, cuando el cine divertía sin palabras y Buenos aires era una gran aldea en cuyas calles compartían el tránsito tranquilo carros con caballos y esa curiosa novedad, el automóvil, que con el tiempo llegaría a ser peor que las siete plagas que asolaron a Egipto.
Cuando su madre lo acunaba lamentándose que a sus cuarenta y dos años era tan vieja que no lo vería crecer y se preguntaba por qué Dios era tan injusto enviándole su primer hijo varón recién ahora, miles de su misma condición social comenzaban a morir luchando por una vida mejor a la salida de los Talleres Vasena, durante la semana trágica, o en la ignota y lejana Patagonia rebelde.
A los nueve años ya era el hombre de la casa, su padre partió prematuramente en ese invierno de 1928, dejando una viuda y seis hijos, cinco de ellas mujeres.
Desde joven fue un hombre de honor, en el buen sentido del término, como lo fue su padre, aquel tano trabajador venido de Italia a finales del siglo XIX, que abandonó el taller ferroviario porque un capataz lo acusó de robar una herramienta, y nunca volvió, aunque más tarde se supo que era inocente.
El honor, en esos días, según sabía contar, era el único patrimonio que tenía un pobre y por lo tanto se defendía hasta con la vida, no como hoy que las manchas al mismo suelen ser mostradas como grandes logros.
Para Ettore Pío el honor era un bien tan preciado que prefirió morir en la pobreza, antes de volver allí dónde habían dudado de él.
A su turno Don Agilio, con sus casi quince años, prefirió clavar una lima sin mango a escasos centímetros de la cabeza del deslenguado profesor que lo acusó de robar y no volver nunca más a la Escuela de Artes y oficios, aún cuando el “conejo” Diana, el eterno regente del establecimiento le pidiera disculpas y lo invitara a regresar.
A los dieciocho años entró en la Sudan y nunca más se fue. Vivió toda una vida para la empresa que sentía como propia, más aún cuando en 1948, Perón la convirtió en patrimonio del Estado renombrándola como Agua y Energía Eléctrica de la Nación.
Había que ver la alegría y el orgullo que tenía cuando su vástago mayor siguió su camino y se incorporó a la empresa para continuar lo que él por décadas había construido. Lastima que el menor se descarrió y prefirió ser Psicólogo rompiendo con la incipiente tradición familiar.
En 1941 el destino quiso que recalara en un pequeño pueblecito de la Provincia de Santa Fe, San José de la Esquina, que bajo la denominación de San José de la Guardia o el Fortín, había participado de la línea defensiva de la “civilización” para resguardarse de la “barbarie de los salvajes infieles” que en malón solían asolar los pagos que se hallaban cerca del llamado desierto.
Allí conoció a Clemencia, con la que compartió 58 años de vida. La vió, se enamoró y nunca existió para él otra mujer.
Es una pena ver tantas historias de amor en los cines; Marco Antonio y Cleopatra, Salomón y la Reina de Saba, Romeo y Julieta, Harry y Sally, Bonnie and Clyde, y que ésta no haya sido registrada, aún cuando, como miles de millones que existieron y existen en la historia de la humanidad, fue mas intensa, real y duradera que las que inmortalizó el celuloide del Séptimo Arte, pero que, por cotidiana no mereció ser filmada.
La vida cotidiana que sostiene a la civilización no reviste ningún atractivo que la haga merecedora de ser narrada. Pero, y ésta es su revancha, genera historias más reales, dulces y cálidas, aunque no contengan ese ingrediente que moviliza la curiosidad obscena de los humanos, o produzcan el morbo estimulante del voyeurismo que encontramos en el “affaire” de una vedette con un político, en la separación de un presidente, o en cualquier otro escandalete farandulesco.
Nunca lo invitaron a su programa Grondona, Neustad, Lanatta, Aliverti, Mirta, o cualquier otro de esos periodistas qué, aunque se esmeren por parecer distintos, en lo fundamental son iguales, todos viven de la noticia, esa curiosa construcción apócrifa de la realidad, que bajo la invocación a la “verdad” es contada según los intereses de cada uno, pero con el mismo objetivo globalizador, sostener esa pequeña o gran cuota de poder que les permite continuar con su placentera y célebre existencia virtual, mientras su esencia y sentimientos se desplazan, ocultándose de la mirada indiscreta y peligrosa de rivales y tevescuchas.
Tuvo su momento bohemio o gitano, según sea el ángulo desde el cual se lo mire, y mientras pudo con su pequeña tribu fue de pueblo en pueblo, pero cuando la carga aumentó en número recaló en otro pequeño pueblito, esta vez en la provincia de Buenos Aires.
Nuevamente el destino caprichoso y lacerante, lo colocó ante la disyuntiva de ser el mismo, manteniéndose fiel a sus ideas y principios, o pasar por las horcas caudinas, que en aquellos violentos años cincuenta, había instalado un peronismo con ambiciones hegemónicas e intolerantes.
Tenía que elegir entre mantener el bienestar y la comodidad o renunciar a su dignidad de hombre libre, agachando la cabeza ante las demandas del poder, y como muchos en esos días, afiliarse al partido, o ser castigado por el régimen.
Aceptó estoicamente el castigo y abandonó el cargo que con tanto trabajo y dedicación había obtenido, volvió al llano en la empresa que tanto amaba y si no fue brutalmente despedido, fue porque el golpe del 55’ desalojó al peronismo del gobierno.
Nunca pensó en la venganza, ello no se correspondía con esa esencia de hombre bueno y equilibrado que se trasuntaba en un rostro afable en el que no se distinguía ni una arruga.
Siguió trabajando, haciendo lo mejor que podía y más aún. No se desvivía por el ansiado ascenso que lleva a muchos a vender a sus compañeros por dos monedas de plata o un carguito.
Pero no debe confundirse la mesura de sus expectativas con la resignación frente a la vida. Siempre encontraba algo para hacer, buscaba permanentemente mejorarse, crecer espiritual y materialmente.
Alguna vez fue un curso de armador de radio por correspondencia, otra fue la búsqueda de algún dispositivo ingenioso o una idea nueva en Mecánica Popular, como testimonio de ello quedan en su casa una radio que nunca alcanzó a capturar ninguna estación pero que si atrapaba nuestra curiosidad cada vez que se acercaba para hacerla andar, y la colección de revistas que por años estuvo almacenada en el viejo mueble del comedor reemplazado cundo se renovó el mobiliario.
Hombre inteligente, de una practicidad increíble, podía saber por qué ocurrían los desperfectos eléctricos mejor que un ingeniero, aunque no pudiera dar cuenta teórica de ello.
Aún permanece en el recuerdo la imborrable sonrisa de orgullo que mostraba ese señor apuesto y atildado, cuando erguido y galante entró a la iglesia para entregar a esa bella adolescente – mujer a su “nuevo dueño” en una ceremonia tan ancestral como mágica que renueva en cada ocasión un pacto entre sexos que reconoce sus orígenes en los albores de la civilización.
Don Agilio nos alegraba con su llegada cada viernes, con él venían los regalos y el placer de gozar por tres días de su compañía, luego, como todos los lunes a las cinco de la mañana, su mujer lo despertaría, le prepararía un café con leche caliente que depositaría en la mesa para que se entibiara, y mientras él se lavaba, abriría el portón, pondría en marcha el motor de auto para que se calentara y él subiría para cumplir con el rito semanal de alejarse del hogar para conseguir el sustento familiar, igual que el cazador sale a buscar a la presa para alimentar a los suyos.
En la tranquila vida de Don Agilio los segundos se hicieron minutos, los minutos horas, las horas días, los días meses, los meses años. Sus cachorros crecieron y se hicieron hombres y mujeres y se fueron yendo de a uno en uno.
Aquella casa de tres habitaciones (una para la pareja, otra para las nenas y la restante para los nenes) comenzó a percibirse como gigantesca sin tanto ruido y discusión.
Con su mujer se quedaron solos y él sintió que era la hora de darle al cuerpo un descanso. Apagó el motor, no puso mas en hora el reloj, saludó a los compañeros de toda una vida y con esa pesada pero hermosa carga de recuerdos y afectos se retiró a la plácida vida pueblerina de Galvez, la ciudad que lo vió nacer y que quería que lo viera morir.
Atrás quedó aquel año en Buenos Aires, cuando recién casado comía arroz hervido o parvas de ñoquis porque Clemencia muy joven y inexperta en la cocina le erraba a la cantidad.
Atrás quedaron aquellas tretas de subir al tranvía y cuando el guarda le quería cobrar el boleto luego de varias cuadras preguntaba inocentemente, ¿este tranvía va a Chacarita?, y al recibir la respuesta, no pibe va para el otro lado, bajarse rápidamente y volver a realizar la operación que le permitía ahorrar unos centavos que luego se convertían en pan que depositaba en la mesa familiar.
Atrás quedaron los tiempos de la larga caminata de 24 kilómetros para darle el último adiós a aquella anciana madre, que un día juzgó que había vivido demasiado y con 83 años se dejó caer suavemente en su lecho para esperar resignadamente la muerte.
Atrás quedó la bicicleta italiana con la que a fuerza de pedal y voluntad viajaba a los pueblos cercanos para ahorrarse esos pocos pesos que servían para darle algo mejor a sus hijos.
Atrás quedaron la Pumita primero y la Crawdet después con las que salía en las frías alboradas de invierno a buscar el peso diario para mantener a los suyos y que debiera abandonar a instancia de una esposa acongojada luego del choque en un camino polvoriento con un sulky que no pudo alcanzar a ver.
Atrás quedó el susto del vuelco del Jeep carrozado en la curva de Pagotto.
Atrás quedó aquella rueda traviesa del Renault Gordini que cansada de dar vueltas y vueltas sin saber para que, se decidió a romper su vínculo con la carrocería haciendo que el auto volcara para que en pase mágico de la tecnología virara del gris metalizado al rojo bermellón.
Atrás quedaron los largos viajes a San José de la Esquina o Punta Alta con todos los suyos en los que entonando alegres canciones o parándose a la vera del camino a tomar mates o realizar un improvisado camping, matizaban las largas horas sobre el duro pavimento sabiendo que el premio era ver a tíos y primos que hacía años que no veían, o darse un chapuzón en el mar o en el arroyo.
Atrás quedaron las vacas que según decía en tono de broma le señalaban el camino a San Genaro y que con cara de sorpresa le respondía al interlocutor ingenuo que lo interpelaba sobre la posibilidad de que en algún momento no estuvieran, ¡¡¡sabe que no lo pensé!!! para luego largar una carcajada.
Atrás quedaron esos quince minutos de siesta en el asiento del auto a la mañana, antes de entrar al trabajo, que le permitían reparar el cansancio de horas de viaje.
Juntó sus cosas y se volvió definitivamente a Galvez, con su más preciado tesoro bajo el brazo, el pergamino de reconocimiento firmado por todos sus compañeros de trabajo, que luego tendría un espacio privilegiado en la pared, para mostrar a todos los visitantes que entre los anónimos seres que construyen cada día nuestra historia todavía se reconocen los valores que parecieran haber perdido los que mandan.
Apenas jubilado alguien le propuso integrar la Comisión Directiva de la Cooperativa Eléctrica del pueblo y él, que todavía sentía el hormigueo que le indicaba la necesidad de continuar construyendo, se sentó en un asiento del Consejo Directivo y quiso hacer las cosas bien, como correspondía. Duró poco, porque empezó a chocar con tejes y manejes que no le parecieron claros y antes de entrar en conflicto o sentirse nuevamente compelido a elegir entre la decencia o el buen pasar, prefirió refugiarse en la tranquilidad de su casa y encarar alguna actividad que no implicara esos riesgos.
Padeció esa curiosa enfermedad social que ataca a quienes se jubilan, comienzan a sentir que la comunidad no les da lugar, que habiendo dado todo por los que los rodeaban, se les niega ahora, en la última etapa de sus vidas, la posibilidad de continuar siendo protagonistas de la cotidianeidad, aportando la mucha o poca experiencia que acumularon a lo largo de su vida laboral.
El jubilado se siente compelido a hacer notar que está vivo, que continúa siendo un sujeto del deseo y de la sociedad, que quiere seguir siendo reconocido como un miembro mas de la comunidad. Don Agilio también pasó por ello, primero tomo un conchabo para ayudar a unos amigos en el negocio que recientemente habían puesto, y luego se sumó a las damas de beneficencia para trabajar con ellas. Más tarde se incorporó al centro de jubilados y sin darse cuanta fue siendo parte del gheto de los que son visto como los viejos.
A los viejos la sociedad los condena al gheto, les propone actividades que por lo general no tienen trascendencia social, son tratados como los niños a los que solo se les permite hacer cosas “como de mentirita”.
De alguna manera Don Agilio percibió aquello y su respuesta fue apartarse lentamente de cada una de estas actividades, recluyéndose progresivamente en su casa.
Como un candil que al ir agotándose el combustible va perdiendo lumbre, se fue retirando lentamente sobre sí mismo y los suyos. Los pocos que lo trataron por esa época recuerdan que continuó siendo la misma persona, tierna y amable, y quizás, por la tranquilidad, mas que antes, pero sus movimientos cada año se fueron limitando. Los excesos de tabaco en su juventud, las exigencias de un trabajo peligroso y los esfuerzos de los interminables viajes comenzaron a notarse; y un día el físico exhausto de Don Agilio dijo basta y dejó a todos con esa pena que sólo se experimenta cuando se pierde aquello que quisimos mucho y necesitamos más.
La mesa familiar que reunía a los suyos bajo su austera presidencia en la cabecera de la misma en las fiestas de fin de años, para un cumpleaños o cualquier otro motivo. Sigue existiendo solo que cada vez que se reúnen todos sienten un estremecimiento frente a la silla desocupada, pareciera que las risas se ahogaron, que un vació pesado e infinito se apodera de todos y aunque no lo digan la ausencia de Don Agilio se siente más en esos momentos de reunión que cuando están a solas con sus recuerdos.
Don Agilio se fue con la tristeza de quienes lo conocían, no fueron muchos los que lo acompañaron a su última morada, pero en ese pueblo que lo vió nacer y morir continúa sintiéndose su ausencia.
El viento no se detuvo, el tiempo sigue su rumbo y cada día un pedacito de nosotros muere con cada uno de esos anónimos Don Agilios que se marchan sin que les hagan notas en la T.V., en los diarios o en la radio, pero que sin ellos no existiría ni la T.V., ni los diarios, ni la radio,....ni nosotros.
Como un candil que al ir agotándose el combustible va perdiendo lumbre se fue retirando lentamente sobre sí mismo y los suyos. Los pocos que lo trataron por esa época recuerdan que continuó siendo la misma persona, tierno y amable, tal vez, por la tranquilidad, mas que antes, pero sus movimientos cada año se limitaban más. Los excesos de tabaco en su juventud, las exigencias de un trabajo peligroso y los esfuerzos de los viajes interminables comenzaron a notarse; y un día el físico exhausto de Don Agilio dijo basta y dejó a todos con esa pena que solo se experimenta cuando se pierde aquello que quisimos mucho y necesitamos más.
Don Agilio se fue con la tristeza de quienes lo conocían, no fueron muchos los que lo acompañaron a su última morada, pero en ese pueblo que lo vió nacer y morir continúa sintiéndose su ausencia.
El viento no se detuvo, el tiempo sigue su rumbo y cada día un pedacito de nosotros muere con cada uno de esos anónimos Don Agilio que se marchan sin que les hagan notas en la T.V., en los diarios o en la Radio, pero que sin ellos no existiría ni la T.V., ni los diarios, ni la radio,....ni nosotros.
En recuerdo de mi padre, que creia en la honradez y la honestidad como valores humanos
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