martes, 7 de marzo de 2017

En honor a los docentes.


Hace algunos días leí una nota en la que el redactor se refería a la intensa emoción que implica para una persona escribir su propio nombre. La lectura me trajo muchos recuerdos y me llevó a los lejanos tiempos de la escuela primaria, en el colegio nacional n° 34 de Gálvez. Recordé a algunas de las maestras, que en aquella época eran señoritas, y algunas señoras casadas como la Sra. de Chavero, la señorita Luque, la señorita Pérez, al maestro Giovannini, o la más recordada y tierna de las maestras que tuve, la Srta. Gorosito. En ese tiempo, ella no tendría más de 20 años, pero quedó grabada a fuego en mi corazón, por sus enseñanzas, por sus palabras, pero, por sobre todo, por el profundo amor por sus niños. Con ella aprendía, además de conocimientos útiles en mi vida hasta hoy, los valores importantes de una sociedad solidaria. Tal vez lo más importante que me enseñó la señorita Gorosito fue a confiar en mí mismo, a creer en mis potencialidades, a ir hacia adelante. En la primaria aprendí las letras, los números, la geografía, la historia, pero también aprendí a ser crítico, a desconfiar de lo que era incuestionable, a buscar mis propias respuestas. Allí forjé a mis primeros amigos y amigas, esos compañeros y compañeras inolvidables que me acompañaron durante 8 años en la aventura de aprender. Construimos una relación que estuvo soldada con la alegría de vivir y el compañerismo, aun hoy, cuando solemos encontrarnos algunos, disfrutamos de abrazarnos, de recordar viejas anécdotas que ocurrieron en los patios vetustos de esa entrañable escuela. En esa escuela tuve mis primeras rebeldías, que llevaron a la Sra. De López a decirle a mi madre, muchos años después, en una mercería, “Ud. Es la mama de Carlitos, ese niño era la piel de judas en la escuela”. Íbamos a la escuela con alegría, disfrutábamos de esas cuatro o cinco horas que pasábamos en ella, en tiempos en los que nuestro país no había pasado las experiencias dolorosas que vinieron después de la mano de dictaduras cívico militar sangrientas que lo asolaron. Por esos años había claridad en los valores, un juez era un juez, un periodista buscaba la verdad, un político buscaba el bien común, el policía era ese señor que nos decían en la escuela estaba en las esquinas para cuidarnos, lo demás existía, pero eran excepciones. Recuerdo que los maestros y maestras cobraban tarde y mal, la remuneración de la tarea docente era, por lo general, un segundo sueldo en la familia. La maestra era considerada por el imaginario colectivo la segunda madre y la escuela el segundo hogar. Pero por sobre todo íbamos a la escuela a aprender, a formarnos, no íbamos por la copa de leche que en los hechos no existía, no íbamos a almorzar porque para ello teníamos la mesa familiar, todos los niños que iban a la 34 tenían sus cuatro comidas diarias, y era una escuela para niños de clase media o media baja, hijos de trabajadores. Todos con el guardapolvo blanco, sin diferencias, todos iguales y todos tratados como iguales por los maestros y maestras, que mejor aprendizaje social que ese, la de unos adultos que nos trataban como iguales, que impartían justicia en el aula con equidad, que se preocupaban por todos, y si alguna vez estaban atentos a lo que le pasaba a algún alumno o alumna era porque constituía el eslabón más débil de la cadena, o porque estaba pasando un mal momento. En la escuela aprendimos que de nada vale el dinero sino se es honrado, que de nada valen los bienes materiales sino somos solidarios con los demás, si no nos preocupamos por los que menos tienen, por lo que más sufren. En esas décadas del 50´y 60´Argentina no era un paraíso, pero era una Argentina que querríamos recuperar. Crecí en una pequeña ciudad de provincia, de solo 15.000 habitantes, en la que se dejaban las puertas abiertas, pocas eran las ventanas que tenían rejas, y en general era más por estética, los vecinos no tocaban timbre entraban hasta el patio al grito de Clemencia estas allí. La palabra inseguridad tenía otro sentido, era el miedo a que lo que hacíamos nos lastimara, o era inseguro un cable pelado, pero nunca tenía la semántica policial que tiene ahora. Recuerdo que recorría las 10 o 12 cuadras que separaban mi casa de la escuela solo o con mis compañeros de escuela, no recuerdo el amontonamiento de padres a la salida esperando a sus hijos, volvíamos tan solos como habíamos ido, únicamente las maestras con sus rostros bondadosos, en la puesta de la escuela esbozaban un hasta mañana niños, mientras nosotros “blancas palomitas” como en la tira de Jacinta Pichimahuida, corríamos a nuestras casas a escuchar por la radio “el León de Francia” o “Míster Fox lo sabía”, o cuando llegó la televisión para ver “Cuero Crudo” o “el Zorro”. La escuela estaba en consonancia con una sociedad que pretendía educar a sus hijos en valores, en el amor por el trabajo y por el conocimiento, en el amor por el prójimo. Era una escuela que pertenecía a una sociedad en la que los fines de años los vecinos se saludaban amablemente, a veces ponían sus mesas en la calle y compartían el bullicioso despido del año, o cuando un vecino necesitaba algo sabía que el vecino de al lado lo iba a ayudar en lo que pudiera. Pero también era una sociedad en la que la pobreza y la indigencia retrocedían año a año, la clase media engordaba y todos los argentinos teníamos sueños. ¿Cuándo se rompió esa sociedad?, tal vez el 28 de junio de 1966 cuando las hordas salvajes del miedo echaron a un viejo y honesto presidente de la casa de gobierno (que debió tomar un taxi para irse) para comenzar a instalar una nueva subjetividad, en la cual el sueño de una Argentina más justa y equitativa se fue por las cloacas, abriendo paso a la avaricia y el descontrol de los que buscaban solo ganancias. Los medios de comunicación dejaron paso a nuevos programas, a nuevos noticieros, a nuevas novelas, y la escuela se quedó sola, muy sola tratando de proteger los viejos valores de una sociedad que estaba cambiando aceleradamente. Los maestros dejaron de ser apóstoles y se comenzaron a verse a sí mismo como trabajadores, crearon sus sindicatos, salieron a las calles a defender sus derechos. Aun en dictadura, recuerdo haber asistido en 1970, a una marcha docente en la que se prohibían los carteles partidarios, los maestros eran trabajadores, pero no eran partidistas, no pertenecían a un partido como maestros. La sociedad no pudo procesar el cambio, no pudo entender porque la segunda madre salía a las calles a pedir mejor sueldo, acaso no tenía el sueldo de su marido que la mantuviera. Es que la sociedad cambiaba, pero seguía siendo machista, seguía teniendo el sesgo patriarcal. Cambiaron los planes de estudio para la formación de maestros, desaparecieron las escuelas normales, pero la escuela sigue siendo el lugar donde los niños aprenden a escribir su nombre por primera vez. Es innegable que la escuela actual está en crisis, es innegable que necesita cambios, pero también es innegable que continúa teniendo el sesgo igualador de aquellos años. Hoy se le pide a la escuela, y por ende a los maestros y maestras, que cubran lo que la sociedad niega. Se han desvirtuado sus funciones, para algunos padres es el lugar donde arrojan a sus hijos mientras van a trabajar, para otros es el comedor gratuito, pero para todos, la formación moral y ciudadana está lejos de ser una de las funciones primordiales de la escuela. Los primeros, cuando hay una huelga de maestros no se fijan que cobran sueldos que los ubican entre la línea de pobreza y la de indigencia. Quieren que sus hijos tengan 180 días de clase, para que ellos puedan ir tranquilos a sus trabajos, sabiendo que el o los hijos están en el aguantadero público o privado. Sería interesante más que investigar cuanto saben los chicos que asisten a las escuelas, saber cuánto le preguntan los padres sobre lo que aprendieron. Los segundos, acorralados por la pobreza que no les da tregua, necesitan imperiosamente alimentar a sus hijos y muchas veces los magros sueldos que cobran no les alcanza para las cuatro comidas diarias. Entonces en vez de preguntar al hijo que aprendió hoy en la escuela, suelen preguntarle que comió hoy en la escuela hijo. La sociedad se ha vuelto más violenta, y de eso saben mucho los maestros y maestras de muchas escuelas donde los niños se agreden mutuamente, agreden a sus educadores, donde padres son violentos con los maestros y maestras, donde los directivos muchas veces están más pendientes del formulario burocrático que de organizar creativamente el aprendizaje. Y entonces el maestro o la maestra son unos superhéroes no reconocidos por la sociedad. Enseñan, dan de comer, cuidan a los niños, son mediadores de conflictos, y por sobre todo son víctimas del salvajismo de una sociedad que dejó atrás el paisaje pastoril para trastocarse en la selva inclemente que es la sociedad neoliberal. En esta Argentina racista, discriminadora, cuando hay una huelga docente no ocurre lo que vi en aquella huelga del 70 cuando padres y alumnos acompañaban a sus maestros y maestras que reclamaban en las calles. Hoy la prensa canalla, los comunicadores al servicio de esa prensa canalla pretenden instalar en la sociedad que los docentes son vagos, que trabajan pocas horas, que son privilegiados, que les quitan a los niños el derecho a asistir a la escuela, como si al gobierno actual le interesara la educación de los niños, como si les interesara la educación de los argentinos. Hoy más que nunca debemos estar junto a los maestros y maestras, porque solo hay una manera de tener educación de calidad y es empezando por tener escuelas dignas con docentes bien pagos, los demás es pura cháchara de la burguesía conservadora que lo que busca es que cada vez seamos más ignorantes. Hasta la próxima.

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