Existen dos cosas (entre otras) que son inseparables del ser del hombre, la finitud de la vida y la política.
Uno podría preguntarse porque los hombres hacen política, porque luchan por el poder, que motiva tanto afán por determinar la vida de los demás y la respuesta no sería sencilla.
Es como preguntarle a un capitalista hasta donde quiere acumular riquezas, nunca podría contestar porque su avaricia es más gigantesca que su pensamiento.
La riqueza y el poder nos ponen en evidencia la total falta de límites que tenemos los seres humanos, por estos dos elementos (que tal vez sean uno mismo) a lo largo de la historia de la humanidad se ha matado, se torturó, se persiguió, se cometieron genocidios, y cuanta atrocidad pueda desarrollar la fantasía del lector.
Creo, que lo que motiva al ser humano y a sus miserias es un afán sin medida por trascender sus propios límites, ir más allá de ese límite que la biología impone a todos y que demuestra que la igualdad existe, en la muerte.
En un interesante artículo, Castoriadis[1] desarrolla el formidable cambio del pensamiento griego en los veinticinco años que van de Esquilo a Sófocles en la Atenas democrática. En Esquilo los seres humanos que no conocen la muerte constituyen seres monstruosos radicalmente inaptos para la vida, que deambulan como zombis. La muerte les señala su existencia temporalmente acotada y es a partir de este dato que adquieren humanidad y conciencia.
Al limitarnos, la muerte expande nuestro potencial creativo, parafraseando a Sartre podríamos decir que el hombre es un proyecto hacia su propia muerte, todo lo que hacemos en la vida tiene como dato primordial la finitud de la existencia y el sufrimiento que nos provoca esta constatación empírica nos obliga a elaborar el duelo de la vida que termina, para lo que contamos con un arsenal de recursos.
El principal recurso es la herramienta religiosa, la conciencia teísta nos permite aminorar la carga de sufrimiento que nuestra condición corruptible nos otorga. El mecanismo sobre el que se asienta la conciencia religiosa es muy sencillo, si es posible pensar la existencia de vida más allá de la vida, será posible mitigar los efectos catastróficos de la angustia de muerte.
Una forma más elaborada del pensamiento religioso nos llevaría a pensar en la reencarnación, la posibilidad de que exista un alma trashumante que viaja a través de los tiempos ocupando sucesivamente diferentes cuerpos orgánicos, a diferencia de la conciencia cristiana o musulmán que nos hablan de un mundo perfecto en el que nuestras almas podrán disfrutar de la paz y la armonía con la que son premiados aquellos que han tenido una existencia mesurada y proba.
Pero pareciera que esta conciencia no alcanza para amortiguar el impacto de la finitud y por lo tanto nos esmeramos por realizar en la corta vida de la que disponemos todas aquellas cosas que, en caso de no ser cierta la versión de la religión, permitirán que cuando nos vayamos y seamos nada más que eso, nada, quede algún indicio de nuestro paso por la vida.
Este segundo mecanismo es más importante que el primero, porque tiene, a mi entender, un mayor anclaje con las necesidades de la empresa capitalista. El capitalismo constituye un sistema socioeconómico de gran flexibilidad y con una gran capacidad de absorción de todo lo existente, ello se basa en la posibilidad de convertir en mercancía y someter a la lógica del lucro a todo lo que el hombre produce (y más aún a aquello que se encuentra dado en la naturaleza).
Como ejemplo podemos observar que las ideas y personas más radicales han sido convertidas en objetos de consumo por nuestra sociedad. La editoriales lucran con las obras del pensamiento de Carlos Marx, en cualquier tienda se venden remeras con la imagen del Che Guevara, y no le extrañe querido lector que en poco tiempo comiencen a venderse como pan caliente las remeras que digan “I love a Osama”.
El artista, el intelectual, el empresario, el obrero, todos somos productores, todos participamos de la cadena de valor y nuestros productos concurren al mercado en el que se intercambian por otros productos a través de la mediación del dinero.
A todos nos mueve el deseo de reconocimiento, o como vulgarmente se denomina los cinco minutos de fama, y los medios de comunicación de masas, como toda empresa capitalista, mutan ese deseo en dinero, privilegiando la llamada T.V. basura a hacer de este medio una herramienta de cultura y expansión del espíritu individual y colectivo.
Si no lo cree así, le propongo a Ud., mi querido lector que pregunte a cualquier intelectual o artista si lo único que le importa es la estética de su obra, inmediatamente observará que por debajo de ese interés se encuentra la necesidad de que esa obra sea reconocida y perdure en el tiempo, obramos para ser reconocidos, porque el reconocimiento no da relevancia y poder sobre los demás y si además ese reconocimiento es tal, que augura a nuestra obra la posibilidad de persistir en el tiempo, más profunda será la domesticación de la angustia de muerte, porque habremos hecho un gambeta a la muerte y aunque ella nos alcance podremos ir mas allá de sus garras.
Lo importante es la trascendencia, no importa que la logremos como Aristóteles que desde hace más de veinticinco siglos es leído y discutido generación tras generación por su magnífica obra intelectual, o como Adolfo Hitler que será recordado (tal vez por menos tiempo) por haber sido un monstruo asesino que aniquiló a millones de judíos indefensos en los campos de concentración nazi.
Lo importante para todos nosotros es que produzcamos algo nuevo, algo trascendental que coloque a nuestro nombre en el bronce, pero, el lector se preguntará, y que ocurre con aquellos que no lo logran, pues para ellos queda, parafraseando a Freud, el porvenir de una ilusión.
Cuando no somos capaces de asegurar la trascendencia, la religión constituye un refugio seguro, contra el vendaval angustioso de la historia que sin piedad borra nuestras huellas de este mundo. Después de muertos nadie nos recuerda, nuestros seres amados se han ido, sufrimos todo tipo de persecuciones o intolerancias varias en nuestra vida, pasamos necesidades, no importa porque la muerte no es el final sino el comienzo de la vida eterna.
Es interesante preguntarse qué bien le viene la idea religiosa a quienes ejercen el control de la sociedad y lucran con ese control. Mientras aquellos que son marginados de las bondades de esta sociedad tecnológica y globalizada que tantos “beneficios” tiene, se conforman con la sentencia bíblica: “Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico al reino de los cielos” los poderosos y afortunados ricos dilapidan recursos en extravagancias y destrucción del ecosistema, tal vez pensando que hasta el buen dios puede sucumbir a una jugosa cometa, al fin y al cabo no es más que un político con ciertas facilidades para producir.
Pero algo debemos aprender de ellos, lo importante en la vida es, a partir de la conciencia de su finitud, aprender a gozar de ella, a desenvolvernos buscando el placer más que el deber, a realizar nuestros sueños en esta vida sin esperar a que la eternidad nos colme de placeres, a reconocer que vale más disfrutar de un café con amigos, o de un buen libro antes de acostarnos, que el esfuerzo cotidiano que solo llega agua al molino de quien nos oprime y nos chupa la sangre.
No tengamos miedo a morir, no calmemos nuestra angustia por la finitud de la existencia con la zanahoria de un mundo posterior a este, no dilatemos la satisfacción de nuestros deseos en haras de un futuro mejor, tanto religioso como político, no sacrifiquemos nuestras vida en la pira de la salvación humana, seamos más epicúreos que estoicos y busquemos hacer rendir cada segundo de nuestras vidas al máximo para obtener el mayor placer.
Hasta la próxima mis queridos lectores ah, y buena vida.
[1] Castoriadis C. (2001) Antropogenia en Esquilo y autocreación del hombre en Sófocles, en El avance de la insignificancia. Eudeba. Bs. As.
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