El veintisiete de noviembre tiene una emoción muy especial. Es una noche intensa, en la que los dos soles que desde hace mucho tiempo acarician mi vida, estarán junto a mí, de una manera muy especial.
Los cachorros transitan momentos de decisión en los que son ellos los que deben de llenar de contenido sus existencias.
Como un viejo ombú, perdido en la inmensidad de la llanura, observo inmóvil a esas figuras que se pierden en el horizonte.
En la quietud del final de escena, se abre la ventana milagrosa al pasado, que llena esta etapa de recuerdos, motivando la reflexión serena, fuente inagotable de vida, que nos permite establecer el balance desapasionado, de un pasado que al expresarse en el presente se proyecta hacia el futuro.
Atrás quedan los años de la infancia, en los que esas dos promesas de vida llenaban de alegría y de zozobra, las taciturnas tardes de la rutina y el estío.
En nuestra mente quedan grabados tantas frases elocuentes y tantos avatares angustiantes, como aquel mediodía que corrimos desesperados por algún accidente doméstico, o una extraña picardía, de un intestino latoso, que pretendía ejercitar nuestros reflejos de padres.
Lejos están los inagotables juegos que con imaginativa audacia proyectaban este presente de construcción positiva y genuina.
Muy atrás quedaron los años de divertida disputa por la autonomía, en los que la complicidad del hombre burlaba el celoso control materno, y a la hora del ingreso escolar el niño se encaminaba en franca rebeldía hacia un futuro autónomo de hombre.
Nos convoca el recuerdo de una niña desesperada, por la blanca apariencia de un padre imberbe, luego de una intempestiva rasurada.
Una vida plena de vitalidad familiar consumió la angustia de las travesuras infantiles y adolescentes, que trocaron en anécdotas que se relatan en las fiestas familiares.
En la memoria colectiva, persiste la emoción que sentimos cuando el niño condujo el primer auto familiar, herencia y huella mnémica de un inefable abuelo que al irse dejó una lágrima asomada en los ojos penetrantes de la niña, que nos interpelaba por lo absurdo e inentendible de esa temprana partida.
La pista del Parque Alem, constituye un mudo testigo de aquellas mañana dominicales en que el ejercicio del manejo se constituía en solidificación de un lazo cómplice filial.
Cuando un nuevo integrante llegó a la casa, con su carga tecnológica insistente, desatando en la boca materna, la tradicional queja conservadora, por la mediación intrínseca que la “compu” interponía en la fluidez de los lazos familiares, la vida dio una vuelta más poblando de conectividad las relaciones hogareñas, incorporando el mundo a la vida familiar que abandonaba lentamente la taciturna tranquilidad rupestre de antaño.
La “compu” soportó estoicamente la resistencia a que ocupe un lugar en esas relaciones, y más tardíamente su tesón logró la rendición de la progenitora, envolviendo con un nube de bits y modernidad la nueva casa, desafiando al futuro con proyectos, aunque justo es reconocer que se conservó esa apacibilidad de antaño que pretendía conservar lo esencial de una vida colectiva llena de cariño y compañía.
Fueron tiempos de cambio, nuevos actores se instalaron en la casa al compás de aullidos lastimeros que reclamaban ser parte de la mesa común, en las dulces noches de festejos familiares, en los que reunidos en torno a una mesa mágica y solidaria, los integrantes del clan compartían la eterna torta con velitas, que anunciaba el advenimiento de la infaltable foto familiar, que sistemáticamente se depositaba en el arcón de los recuerdos que atesora tantas vicisitudes llenas de amor y alegría.
Luego la magia se vistió de emoción con el evento más esperado por el grupo, la fiesta de los quince en la que la niña comenzó a ser mujer y el niño disputaba con sostenido cariño la centralidad de la escena familiar. Tal vez en algún momento se sintieron atribulados por la falta de algunos hombres importantes de su historia, figuras legendarias de nuestra niñez, que nos abandonaron demasiado pronto, pero que dejaron su legado de valores que debíamos inculcar a nuestros seguidores.
Sobró la alegría y la emoción de una niña que ahora era par y reclamaba por su autonomía vital, construyendo sus propias ideas de la existencia como parte de una cadena de osadas reflexiones que tal vez comenzó a materializarse con la sorprendente pregunta: “papá vos crees en dios, porque yo soy atea”, con lo que la pequeña de escasos siete u ocho años enmudeció a un padre azorado que solo pudo contestar, preguntale a mamá, que con su infinita entereza podía contener la angustia existencial que provoca la falta de explicación de los enigmas dela vida.
Las emociones atropellan la conciencia, montadas en brioso corceles, devorando kilómetros de recuerdos.
Los viajes de egresados, los primeros celulares, las noches de alcohol clandestino, el robo del auto, exigían dar rienda suelta a la felicidad o habilitar una tolerancia intentando poner un manto de olvido a algunas extralimitaciones convocando a la reflexión crítica de las acciones.
No fue en vano, crecieron, y vaya si crecieron, en plenitud de vida para orgullo de los padres, para dar lugar a la emoción incomparable del fin de curso, final de juego secundario e ingreso a las ligas mayores de la formación, la universidad, que anunciaba la madurez de un proyecto de vida propio.
Ya no hubo espacio para los días de divertida comedia en los que la niña amenazaba a seguir l senda profesional de los padres, y que el entretenido debate saldaba en el modelo profesional de los admirados tíos para orgullo de los padres, y tal vez como consuelo el primo generosamente tomaba el camino de los padres de la niña para orgullo de los tíos.
La decisión nos permitió disfrutar de largas noches de debates biológicos, en el casi exclusivo punto de reunión común que constituían las deliciosas veladas nocturnas a la hora de la cena, en las que la niña y el niño se convertían en interlocutores privilegiados que se entrelazaban en un proyecto de profesión compartido.
Nuevos logros materiales y espirituales poblaron la historia que contamos, un nuevo auto, un departamento para el niño, la alegría del fin de “Farmacología” que despejaba el camino hacia la meta, tantas alegrías y algunos dolores atestiguan que la vida en su infinita sapiencia nos quita algo y nos da mucho para que podamos valorar lo que tenemos.
El ombú mira hacia atrás y piensa que no fue en vano lo vivido, porque los dos soles anuncian que el futuro está poblado de recuerdos que construyen cada día lo necesario para una vida digna. Los niños ya no son niños, son adultos que han sabido ganarse su espacio en el hábitat, que generan en cada momento nuevos productos, que se encuentran en las puertas de un mundo que nace con el arrullo de otro que no pretende agotarse sino complementar lo nuevo que asoma en el horizonte.
En esta noche, en que un grupo de cófrades se han reunido, presididos por una abuela que encarna la fortaleza de la presencia, unos tíos que son paradigma de vida y de trabajo, refugio en los momentos de duda, otros tíos postizos que nos acompañaron siempre y son un canto a la amistad y el cariño, queremos agasajar a ambos internautas, que de la mano de sus padres conciben un mundo distinto, tal vez poblado de tecnología, pero que conserva lo valores tradicionales de un pensamiento que nunca va a perder actualidad,
Ellos saben que la generosidad, la solidaridad, la necesidad de tender una mano al que la necesita, la cooperación entre los ciudadanos, la honestidad y el respeto a su propio pensamiento, la autonomía de criterio y la reflexividad crítica autocrítica y tantos valores más solo pueden ejercerse en el marco de un profundo amor por la humanidad y en la búsqueda de un horizonte nuevo y distinto, que tal vez ya sea muy lejano para el viejo ombú pero muy cercano para la eterna búsqueda de la emancipación humana.
En lugar del conocido hasta la próxima, antes una explicación, estos recuerdos además de ser la parte más importante de mi vida, es parte de mi pensamiento, de todos ellos aprendí mucho, y no solo a pensar, sino sobre todo el significado del amor, de la compañía, de la bondad. En agradecimiento a quienes han escrito junto a mí en la vida cotidiana las mejores páginas de mi vida, quiero compartir con mis lectores este humilde homenaje a quienes me acompañaron en los últimos treinta años.
Hasta la próxima.